La intrusa. Drama de Mauricio Maeterlinck

A propósito del pintor Whistler, decía, hace algún tiempo, en estas mismas columnas, que el objetivo primordial a que parecen tender artes i letras del actual momento es a provocar intensidades de sensación.

El músico y el pintor, el poeta y el dramaturgo empiezan a desdeñar la frase melódica demasiado definida, el dibujo en exceso acusado, la imagen harto precisa, el argumento de sobra limitado, para lanzarse a horizontes de más vago ensueño por entre cuya aérea fluctuación puedan a veces transparentarse imágenes transcendentes o simbólicas representaciones. Nuestra generación se siente fatigada del estudio inmediato de la naturaleza en que se educara y, desechando análisis y experimentaciones, aspira a brillantes síntesis, a armonías de conjunto, que sólo incidentalmente tomen su origen en la realidad exterior.

Arrancar de la vida humana, no los espectáculos directos y circunscritos, no las fases corrientes y banales, sino las visiones relampagueantes, desbocadas, paroxistas, alucinatorias, traducir en dementes paradojas las eternales evidencias; vivir de lo anormal y lo inaudito; contar los espantos de la razón, inclinada sobre el margen del abismo; referir el anonadamiento de las catástrofes y los escalofríos de lo inminente; cantar las congojas del dolor supremo y describir el calvario de los hombres; llegar a lo trágico frecuentando el Misterio, adivinando lo Ignoto, prediciendo los Destinos, dando a los cataclismos de las almas y a los desquiciamientos de los mundos la expresión exacerbada del terror! Tal es la fórmula estética de este arte nebuloso y espléndido, caótico y radiante, prosaico y sublime, modernista y medieval, que en alas de vientos hiperbóreos vino hasta aquí, llamado, atraído por nuestra juventud intelectual que quiere conocerlo, vivirlo, aquilatarlo.

Como siempre que asistimos a las manifestaciones más radicales del arte novísimo, nos asaltan esos pensamientos después de la lectura repetida de La Intrusa, en cuyo estudio hemos debido ahondar por motivos especiales que no es el caso referir en este sitio. Relatar el argumento es imposible, pues el drama del poeta belga no lo tiene; pero se pueden, en cambio, resumir, aunque sea pálidamente, las series de terribles emociones que, como letanías de torturas y suplicios, van pasando por el alma de aquella humanidad quimérica y angustiada, que con paso vacilante, tembloroso, transcurre por los poemas escénicos de Mauricio Maeterlinck. (?)

Pobremente esbozado, tal es el pavoroso poema de Maeterlinck, drama sin acción, sin argumento, donde las figuras humanas apenas obran, apenas quieren; donde solo se mueven las almas, palpitando con ritmos de emociones en un crescendo horrísono de terror. Partiendo del estado de sensibilidad que trata de provocar el poeta, todo lo subordina al intento emocional. Las incidencias múltiples y dispares de la vida estorbarían, de seguro, en aquella progresión ascendente de sensaciones y por esto se eliminan, si no contribuyen a la finalidad establecida y a la armonía del conjunto. El drama transcurre en una sola escena, son entradas ni salidas de nuevos personajes, sino constantemente con los mismos de un principio, que aparecen como quiméricos sujetos de experimentación fisio-psicológica, expuestos a las miradas del expectador, como la reproducción directa y a posteriori del ser humano, dotado de voluntad y pensamiento individuales, podría fácilmente embarazar con sus iniciativas e imposiciones, el plan emotivo ya determinado, las figuras que intervienen en la creación, más que como caracteres complejos, se ofrecen como temperamentos simplicísimos, poco diferentes en su mayoría y, en todo caso, lo más estrictamente contradictorios para dar motivos a los juegos del contraste, al claroscuro de la sensación total.

En La Intrusa, la mitad de los personajes, el Padre y las niñas, son meramente pasivos, sintiendo y pensando a tenor de los demás; entre otros, el Abuelo resulta un temperamento excitable, visionario y predispuesto al terror; el Tío, un hombre tardo, pero equilibrado, de atrofiada imaginación; Úrsula, la hija mayor, es el ángel del hogar habitado por el infortunio. A la ternura de si corazón compasivo reúne la idealidad de un alma soñadora, la más adecuada, la más a propósito para la poética misión de mensajera de la Naturaleza que le toca llenar en el poema. Porque es de notar que todos los aspectos del mundo exterior, tal como los forja la nebulosa fantasía de Maeterlinck, desempeñan papel importantísimo en el desenvolvimiento moral de las situaciones.

Los silencios nocturnos y los rumores de la selva, las sombras espesas y los claros de la luna, los lagos dormidos, y los ecos lejanos, todas esas formas y sonidos de aparición noctámbula, todos estos estados de paisaje fantástico guardan latentes analogías con los estados de espíritu, viniendo a ser sincrónicas aquellas modalidades de naturaleza con vibraciones del alma, con latidos de corazón.

Quien cuida de reflejar, en las escenas de La Intrusa, aquellas fases ideales del mundo exterior, cuyas variantes más sutiles corresponden a matices de sentimientos y sensaciones humanas, es Úrsula, la poética Úrsula, que desde el alféizar de la ventana va anunciando, como heraldo de la naturaleza, las hojas que caen, los ruiseñores que trinan, las brisas que murmuran, las hojas que se deshojan, o las penumbras del parque, o las estrellas del cielo o los cisnes del estanque, o los cipreses del bosque. No hay que decir si, como elementos de sensación, concurrirán al efecto dramático-fantástico estas sensibilizaciones de naturaleza soñada que, por sortilegios de un arte enfermizo y adivino, parecen participar de los dolores, de las angustias, de los delirios de los humanos.

Pero ¿qué más?, si hasta las frases que pone Maeterlinck en boca de sus héroes, aparte el significado, coadyuvan por su estructura material a la unidad armónica de aquella sinfonía de terror. El lenguaje, si bien enigmático en contados pasajes, es, por lo común, llano, corriente, familiar y hasta pedestre y vulgarísimo en ocasiones. Pero lo más notable, por lo raro, es la construcción monótona de ciertas oraciones, cuyos giros y vocablos, repetidos hasta el extremo, chocan por lo desabridos e inusitados; mas, por lo mismo que chocan, se pegan al oído y se imponen a la imaginación. Úrsula, cierra la puerta, es tarde. Sí, padre. No puedo cerrar la puerta. No podremos cerrar la puerta. O bien, en otro fragmento del diálogo: Hemos oído abrir la puerta. He sido yo que he cerrado la puerta. Estas cantinelas de una misma frase, estas letanías de un mismo vocablo, este porfiado machaqueo de un mismo sonido, acaban por hipnotizar el alma del oyente hasta llevarla, a ciegas y sin voluntad, por el camino angustioso de la sugestión.

Pero, ¿se ha limitado Maeterlinck a suscitar hasta el paroxismo esta impresión de terror como única finalidad de la obra? ¿No ha ido más allá, mucho más allá, rebasando la esfera de lo sensorio para entrar en el mundo de lo metafísico? Es evidente que sí. Así como, a través del temperamento fisiológico de cada personaje, se vislumbra una entelequia espiritual, así mismo, detrás del drama de sensación, se adivina fácilmente una tesis poético-filosófica, un símbolo dialogado, un tema trascendental. Para ver el poema desde este punto de vista, basta recordar que todo el drama se pasa en una continua disquisición sobre el desenlace que tendrá la enfermedad de la Madre, que el Tío augura feliz y el Abuelo presiente funestísimo. El anciano, que por su ceguera vive recluido en el tétrico abismo de su espíritu, todo lo ve del color de su sombría imaginación. Fenómenos de la naturaleza, aspectos de la vida humana, incidentes del ocaso, todo lo traduce en infalibles signos de dolor y calamidad. Es la personificación exacta del pesimismo. El Tío se ofrece como antítesis perfecta. Hombre despreocupado y sensato, se resiste a aceptar como indicios trascendentales los hechos corrientes y las coincidencias del azar. Cuando el Abuelo se inquieta porque dejan de cantar los ruiseñores, él exclama, con muy buen sentido: ¿En el canto de los ruiseñores os vais a fijar ahora? Al apagarse la lámpara, solamente él permanece tranquilo entre la general consternación, afirmando imperturbable que lo mismo da estarse a oscuras que con luz.

Pues entre estos dos personajes simbólicos se entabla una eterna contradicción en cuanto tratan de inquirir los futuros destinos, Para sus vaticinios siniestros, el Abuelo no cuenta con dato ni observación positiva; todo se reduce a augurios y presentimientos, a naturales instintos, a impulsos del alma, a voces del corazón. El Tío, en cambio, tiene un criterio seguro de verdad puesto que para el optimismo de sus enseñanzas se apoya en el testimonio de las ciencias. En aquel dualismo sistemático, cada cual sintetiza su pensamiento en una frase. El uno dice: Hay que creer en nosotros que gozamos de vista, y el otro replica: Yo soy menos ciego que vosotros. Nosotros decimos la verdad. Yo la sé mejor que todos.

¿Y quién viene a terminar la sempiterna querella? El gran personaje invisible del drama, el que no aparece y lo remueve todo; aquella Intrusa que movía el viento en la vereda, la que deshojaba las rosas al pasar, la que hacía enmudecer los ruiseñores, la que hacía temblar los cipreses, la que ahuyentaba a los cisnes del estanque, la que afilaba en la sombra su guadaña, la que abría la puerta, la que subía la escalera, la que apagaba la luz, la que cortaba la vida, la que venía a dar la razón al ciego vidente, proclamando que la Muerte es la única verdad.

Raimon Casellas: La Intrusa. Drama de Mauricio Maeterlinckº, La Vanguardia, 8-IX-1893 (fragments).