1. De regreso a casa, Daniel, el Mochuelo, le dijo a su padre:
-Padre, ¿crees que me quedará señal?-.
Apenas le hizo caso el quesero
-Nada, eso se cierra bien-.
Daniel, el Mochuelo, casi tenía lágrimas en los ojos.
-Pero... pero, ¿no me quedará nada de cicatriz?-.
-Por supuesto, eso no es nada-, repitió, desganado, su padre.
Daniel, el Mochuelo, tuvo que pensar en otra cosa para no ponerse a llorar.
De pronto, el quesero le detuvo cogiéndole por el cuello:
-Oye, a tu madre ni una palabra, ¿entiendes? No hables de eso si quieres
volver de caza conmigo, ¿de acuerdo?-.
MIGUEL DELIBES, El camino. Edit. Destino
-¿De qué se ríe, abuelo? ¿No le gustan?-.
-Muchísimo, ¡vaya cuero bueno!... Te habrán costado caros...
Pero mira mis manos, mujer; no caben-.
Andrea, asombrada porque compró precisamente la talla más grande,
compara manos con guantes y se confunde en disculpas. El viejo intenta consolarla,
pero la realidad es implacable. Los guantes son lo bastante largos, pero esas
zarpas de oso montañés no entran.
-Soy tonta, lo siento...-, concluye Andrea. -No se me ocurrió nada mejor
para sus Reyes-.
El abuelo contempla sus manos orgulloso como nunca
-¡No las hay iguales en Milán y, además de ser tan recias,
abrochan botoncitos de niño!-.
Por la tarde le relata el episodio a Hortensia, que le esperaba en su ático
con la sorpresa de una bufanda. Ella ríe, pues por un momento pensó
también en guantes, pero recordó esas manos.
-¿Qué lana es ésta? Seguro que tiene química-, sospecha
el viejo, al sentir tanta suavidad en torno a su cuello.
-De la mejor-, explica Hortensia. -Inglesa-.
-Si es inglesa, me fío... Y acaricia llevarla-.
JOSÉ LUIS SAMPEDRO, La sonrisa etrusca. RBA Editores