Arte y patria

El literato francés Jules Case, en el último número de la Nouvelle Revue, trata incidentalmente una cuestión de gran interés general artístico, pero que lo ofrece, además, muy especial para la literatura y el arte catalanes que buscan cada vez más sus impulsos en el movimiento extranjero.

Este extranjerismo, muy provechosos hasta cierto punto en el sentido de armonizar nuestro sentimiento estético con el general de los tiempos, y de europeizar nuestra expresión, no debe, sin embargo, conducirnos a un cosmopolitismo literario artístico que nos descaracterice, pues entonces, a fuerza de mucho querer ser mucho, nos convertiríamos en algo insignificante, es decir, en nada.

“No hay aserción más desprovista de fundamento -dice M. Jules Case- que la gran tontería que corre por el mundo, tan infatuada, que apenas hay quien se atreva a contradecirla, a saber: que el arte no tiene patria. Si con esto quiere darse a entender que un hijo del renacimiento italiano, por ejemplo, haría mal en desconocer la inspiración del arte gótico, nada hay que objetar. Pero si se pretende que el arte no depende de las circunstancias geográficas e históricas, que es una emanación libre del alma humana aparte o por encima de la naturaleza de cada pueblo, de igual impresión y expresión para todos ellos, entonces contestaremos que esas ideas arbitrarias no tienen consistencia alguna real, pues la realidad contiene diferencias, distinciones y hasta barreras infranqueables entre los pueblos. Negarlas o querer suprimirlas, soñar con la fraternidad universal, es tender a la destrucción del arte que vive de la originalidad y del particularismo, que cobra forma y duración no de un sentimiento humano abstracto y vago, sino del hecho preciso individual, innegable, de la raza, del pueblo, del organismo social vivo. No hay manera de escapar a estas condiciones. Goethe, con toda su cultura, produjo obras esencialmente alemanas. Enrique Heine se hizo parisiense, pero nunca llegó a ser francés. El escritor sin patria deja de ser artista”.

Tenemos esta aserción de M. Jules Case por una gran verdad, cuya meditación ha de sernos muy provechosa. Hay que meditarla para no darle ni más ni menos alcance del que conviene a la realidad de las cosas. No vayamos tampoco a creer que el artista ha de aislarse en su terruño, rodeándose de una imaginaria muralla de la China y desdeñando cuanto pasa más allá; porque entonces perecería en la mezquindad de su atmósfera estancada.

A nuestro entender, el artista ha de tener siempre el sentido abierto a toda manifestación de vida, a toda expresión de la belleza y del sentimiento de la belleza, a todas las voces y ecos de dentro y fuera, de cerca y de lejos, del presente y del pasado, a toda forma estética.

Para el artista, cuanta más cultura mejor; cuanto más atesore de lo ajeno, más enriquecerá su individualidad; a condición, sin embargo, de que ésta sea bastante fuerte para asimilar cuanto absorba.

La asimilación es condición esencial de la originalidad y de la vida artística en general, como lo es de la vida fisiológica. Porque nadie, ni los más grandes genios, crean propiamente nada de sí mismos; lo que hacen es re-crear (diríamos) de una manera personal lo que de afuera ha penetrado en ellos; y cuanto más vasta y más fácil sea esta penetración, más vigorosa y más llena de sentido será la recreación antes dicha.

Pero no todos los artistas lo son en el completo sentido de la palabra, es decir, no todos tienen la fuerza de asimilar, de convertir en substancia propia cuanto en ellos penetra; sino que muchos no pueden hacer más que expresar el sentimiento de lo bello tal como les ha sido sugerido por sus maestros más admirados y en la misma forma que éstos, más o menos disfrazada. Y entonces, así es la producción según el modelo; pero la obra nace muerta, porque le falta el alma, la personalidad viva del artista, cuyo oficio queda reducido al de substancia vibradora o brillante que devuelve en ecos o reflejos más o menos fieles los sonidos o luces que la hieren.

Refiriéndonos especialmente a la poesía, supongamos que un poeta se enamora de la musa popular y se deleita largamente en las canciones y dichos de la tierra. Si él es poeta verdadero, acabará por hacerse un alma popular personal que en sus momentos de inspiración cantará como el pueblo... hecho poeta en él. Pero si él no es poeta completo, si no ha tenido fuerza asimiladora, se creerá inspirado cuando sienta una canción popular muy bella, y su obra será un eco de ésta, no un canto de su alma, indiferente a lo que pasó fuera de ella.

Pues vengamos ahora al caso del extranjerismo nuestro. En Cataluña, por razones históricas, geográficas, sociales, etcétera, que no nos proponemos ahora investigar ni discutir, se presta grande atención al movimiento extranjero: Ibsen, Maeterlinck, Tolstoi, Nietzsche, d’Annunzio, tienen muchos admiradores apasionados entre nuestros poetas. Pero algunos de éstos, por falta de personalidad o por precipitación, en vez de aprender a sentir en su alma catalana lo que de arte universal hay en el alma septentrional, o eslava, o italiana del maestro admirado, y dejar que la suya así influida cantara en catalán su canción propia, se han lanzado a producir obras ibsenianas, maeterlinckianas, etc., que de catalán apenas tienen lo más exterior, el vocabulario, y de personal el amaneramiento.

Lo que ha sucedido con la literatura ha sucedido también con las otras artes bellas; y así nos ha invadido el extranjerismo en el mal sentido de la palabra.

Y cuando el público no ha sufrido con paciencia de snob la extraña imposición, y ha murmurado de nuestras extravagancias, nosotros, cuantos más o menos hemos cooperado en ellas, nos hemos erguido arrogantemente y hemos arrojado al público esta frase: “El arte no tiene patria”.

Y es verdad que el arte no tiene patria; pero la tiene el artista, y con tenerla, el deber de injertar en ella, por medio de su alma personal, cuanto pueda absorber del alma del Universo.

El medio por excelencia de lograrlo es, a nuestro entender y por lo que a las obras literarias se refiere, la traducción. Con la traducción hecha por amor y con artística pureza de intención, volvemos a vivir en nosotros, y a nuestra manera, lo que el autor vivió a la suya en el original; incorporamos a nuestra esencia la esencia ajena; nos universalizamos sin perder nuestra personalidad, pues, por el contrario, la fortalecemos al contrastarla con la ajena trabajándola en propio; nos educamos con el trato de los maestros más admirados que elevan nuestro sentimiento y nuestro estilo; enriquecemos nuestra lengua profundizada por las dificultades de la traducción, y la ennoblecemos con la asimilación de las obras más altas; finalmente, educamos al público en el amor y el respeto a ella, al mostrársela capaz de contener las grandezas universales.

Sea éste nuestro extranjerismo. Apoderémonos con amor de lo del Norte y de lo del Sur, de lo antiguo y de lo moderno, pues hombres somos como cuantos vivieron y viven en el tiempo y el espacio; pero antes de dar nuestro tesoro a la patria, hagámoslo nuestro, hagámoslo suyo, especificándolo en nuestra alma, que suya es también; no fuera que no se nos reivindicara por ajeno, y al encontrar la patria con él, se nos la llevaran.

14-III-1901

Joan Maragall: “Arte y patria” dins Joan Maragall: Obres completes. Obra castellana. Barcelona: Editorial Selecta, 1981, ps. 622-624. (Biblioteca Perenne; 4bis).