Ésta es mi fe

Ésta es mi fe

Hoy he visto el semblante de Barcelona ligeramente aterrorizado. Como a una persona querida, le hubiera dicho: -¿Qué tienes? ¡Estás pálida! - Aunque yo bien sé lo que tiene: una inquietud, una incertidumbre, una pequeña cosa que hiela la sangre. No es un terror de temblar fuertemente ante un gran peligro que amenaza de frente y que pide aprestarse para la lucha arrostrando una muerte gloriosa; no es el de Port-Arthur el otro año, ni siquiera el de San Petersburgo ahora; no es el de una guarnición aislada frente a un ejército poderoso que empieza a descubrir sus formidables máquinas de guerra en orden de batalla, ni tampoco el de una ciudad que siente el sordo subir destructor de una marea de odio en su seno, no; es una pequeña espina en las entrañas. Una punzada de cuando en cuando. El médico, los amigos, un mismo, se dice: -Quizás no sea nada. ¡Quizás!

¿Qué se proponen? ¿qué quieren? ¿contra quién o contra qué van... ésos? ¿Ésos? ¿Quiénes? ¿o quién? ¡Porque puede ser uno solo! Uno por el simple gusto de hacer mal como un demonio. Un chorro de agua en un nido de hormigas; un escopetazo de perdigones en un árbol lleno de pajarillos, ¡qué! una pedrada en un cristal muy grande y muy brillante, tentador... Todos tenemos algo de demonio. Pero algunos lo tienen todo. Uno solo entre medio millón, y basta. Buscadle. Una aguja en un pajar. ¡Buscadla!

Y ante esa aguja, ante esa punzadita en las entrañas -que quizás no sea nada...¿nada?- la ciudad siente la inutilidad -quizás- de todo esfuerzo; el enfermo se fastidia del remedio heroico que da en vago... Sólo en el azar puede creer, en un cambio de tiempo... y olvidar. Pero, he aquí que vuelve la punzadita y a veces dos o tres seguidas, y el hombre palidece. -Pero ¿qué es eso? -No sé... Mis humores deben estar malos.

¡Pobre ciudad! ¡Pobre Barcelona mía! Hoy te he visto un poco pálida. Todo está igual, si se quiere; las tiendas bien abiertas, las gentes por las calles a sus quehaceres, ni más aprisa ni más despacio, el ruido igual de tantos carruajes... Pero, no sé... parecía que se veían más hombres... o menos mujeres... no sé... y en las plazas faltaban muchos niños. ¡Cómo se encuentran a faltar los niños en las plazas! ¡Ver niños en la vía pública da una confianza, una alegría! Pero cuando los niños no están, su vacío parece llenarlo el miedo.

Y ayer "no pasó nada": ni hoy tampoco... puede ser. Sin embargo, a cada instante parece que va a oírse el triste estruendo. Aquella institutriz inglesa tampoco estaba hoy en el paseo con su educanda, como solían cada mañana. He entrado en una tienda, y el tendero estaba triste. ¡Pobre tendero! Eso pasará, eso pasará...

¡Pobre Barcelona! ¿que culpa estás pagando? Eres un poco jactanciosa, sí, un poco fachendera -ya te lo han dicho, te está bien-; pero por esto mismo da más pena verte así, mustia y alicaída. Mejor te sientan las grandes conmociones, cuando negrean las plazas y brillan los sables, y se cierran las puertas con estrépito, y la muchedumbre grita y corre... y ríe a veces, en el terror, a grandes carcajadas un poco histéricas; cuando las calles quedan bien desiertas al paso de las patrullas, y las plazas tomadas militarmente en sus bocacalles, con el blanco vacío en medio; pero las cabezas asoman por todas partes sonriendo y a la esperanza de que todo ello va a pasar, y la ciudad quedará. Hay siempre en esta ciudad una gran fe en el porvenir. Es ésta su jactancia. Pero ¿es un mal? No. El mal es esta punzadita que hiela la sangre en las venas...

Porque aún en los temperamentos mejor dispuestos -y tal vez más en ellos- acaba por producirse un mal humor; y empieza la hipocondría: aquello de, en medio de la actividad y el placer, quedarse con la mirada fija en el vacío pensando en lo que a uno le puede estar pasando por dentro. ¿Será una tísis? ¿será un cáncer? ¿o el anuncio de una muerte repentina? Y aparece la triste procesión de los males imaginarios; un velo fúnebre se interpone entre la vida y nosotros; los placeres más puros pierden su sabor; las acciones más eficaces son engendradas en desaliento; la fuente de la vida está contaminada y brota turbia. Desconfiamos de todo, y cuanto se nos pone delante se nos hace sospechoso: el médico, el boticario, el vecino y el que está ausente. Perdemos el apetito y todos los apetitos; ciérrase el porvenir, que es la juventud perpetua; cualquiera edad es entonces la vejez; la muerte está en puerta, no hacemos testamento sólo por miedo a hacer testamento.

Sin embargo, una ciudad es otra cosa... ¡Una ciudad! Si de esta cuartilla que ahora empiezo a escribir a la que concluí con el párrafo anterior han pasado veinticuatro horas, mis palabras, siendo sinceras, sonarán muy diferentes a las de ayer. La hermosa facultad de olvidar tiene, en los seres colectivos, una fuerza portentosa, y de ahí su perpétua juventud. Porque la juventud consiste no sólo en mirar al porvenir, sino también, y principalmente, en no tener pasado. Y hoy, al salir a la calle, me ha parecido que ya nadie se acordaba de ayer; y en vista de ello yo también lo he olvidado.

¿Véis la virtud de la ciudad? Si yo me hubiera quedado hoy en casa revolviendo en mí aquellos humores, estaría ahora augurando males y maquinando remedios seguramente desproporcionados; y me habría hecho muy viejo en veinticuatro horas. ¡Pero no! Me he lanzado a la calle a vivir con mis conciudadanos y muchos otros han hecho como yo, y nos hemos inspirado una mutua confianza. Y nos ha parecido que, en el mero hecho de renacer la alegría entre nosotros, ya habíamos vencido espiritualmente al mal: Y tal vez sea verdad. Además, hoy hacía sol...

Esta mútua inspiración de confianza, esta propagación de una alegría entre tristes... (¿de dónde sale?), esta victoria espiritual, este sol en la calle... esto es lo que hace la ciudad: a pesar de la herida de ayer y a pesar de la herida de mañana; a pesar de los que se van, y a pesar de los que quedan para mal. Todo está en que también quede el principio de la ciudad -¿me entendéis?-, el principio de confianza, el principio de amor, el principio de calle, alegría, victoria... Y también en que, tras un día tétrico, haga un buen sol. Con todo esto se vence. Y contra el espíritu no hay bombas.

Las bombas pueden matarme a mí y al vecino y al primer magistrado, y a mil vecinos y magistrados; pero a la ciudad no la puede matar sino Dios. Caerán, si queréis, todas sus piedras en ruinas al estruendo de una maquinación monstruosa; pero si sobre ellas queda flotando el espíritu que las levantó, este espíritu volverá a levantarlas en más altas torres, porque en todo renacimiento hay un impulso de ir más allá. ¡El espíritu se venga! ¡el espíritu se venga!...

Y ahora me diréis si no hice bien en lanzarme a la calle esta mañana dejando mi escrito a medias. Ved como ahora se me ha vuelto a un término bueno. ¡Ah! siempre deberíamos hacer así con las cosas tristes: no darlas por terminadas hasta que se volvieran a su natural fin de bien por ellas mismas: es decir, por nosotros, que las hacemos cuales somos. Y que somos a un fin de bien, el corazón nos lo dice. ¡Al menos ésta es mi fe!...

11-II-1907 (O.C., 2: 542-4).

Joan Maragall; "Ésta es mi fe". Extret d'Obres Completes, vol. II. Barcelona: Editorial Selecta, 1960, ps. 542-544.

Josep M. Ramis dj., 10/05/2012 - 13:27