Traducciones
TraduccionesEn nuestro artículo anterior hablábamos de la eficacia de los antiguos clásicos catalanes para el reennoblecimiento de nuestra lengua, que quedó durante siglos sin cultivo literario y abandonada, por tanto, al rebajamiento de los usos vulgares.
Así cayó la lengua catalana: aislada en el tiempo por haber olvidado su tradición literaria propia, aislada en el espacio por permanecer aparte de todo comercio espiritual con el resto del mundo. Y siguiendo la ley de las cosas, que quiere que todo lo encerrado en la inmovilidad se petrifique y muera, o al menos se corrompa si su fuerza vital le permite resistir a la muerte, la lengua catalana, destinada por la Providencia a ser el alma de todo un renacimiento, permaneció viva en su sepulcro, pero sufrió los efectos de su estancamiento secular.
Ahora, pues, que ha vuelto a salir gloriosamente a la luz para ser expresión de todo un pueblo renaciente, necesita de una doble acción: purgarse de toda la miseria que ha criado en su encierro, para reintegrarse en su antigua pureza; y compenetrarse con las otras lenguas que la civilización ha ido trabajando, para alternar con ellas en la expresión que el espíritu moderno necesita.
Así al lado de la resurrección de nuestros clásicos debemos espaciarnos en la traducción de las mejores obras de las literaturas extranjeras adaptándolas a nuestra expresión, que es como adaptar ésta a lo universal del espíritu humano.
Nadie que lo haya intentado una vez con amor ignora la honda fruición que este trabajo, como todos los trabajos fecundos, procura a su autor. Es como si uno volviera a crear la obra que traduce; como si compenetrándose el espíritu con el del autor original, uno fuera aquel mismo autor en la fiebre creadora de la expresión nueva, de la expresión en la lengua nuestra. Hay una apropiación por confusión que es un verdadero deleite.
Y este deleite aumenta con el ahondar en la lengua propia como no se ahonda tal vez en el acto de la creación original. Al querer dar expresión nuestra al acento extranjero llegamos hasta lo que podríamos llamar las madres de las lenguas; hasta aquella región misteriosa del lenguaje de donde arranca toda expresión y donde empieza lo original de cada idioma, para desde allí subir a la superficie especial del nuestro llevando triunfalmente en la mano el premio de la victoria, la expresión que es traducida y original al mismo tiempo, desgajada, pero viva, con todas sus raíces, dispuesta a ser transplantada a nuestro suelo y a nutrirse con nuestro sol y nuestro aire para que la savia siga corriendo vivaz y continúe floreciendo su encanto.
Así hacemos vivir cada lengua en nuestra lengua, y ésta en todas; así la hacemos universal y humana sin que ella deje de ser nuestra; así aprendemos a desdeñar las cábalas de los volapuks meramente externos, que ya nacen fuera de la vida, muertos, porque son hijos de puros artificios cerebrales, ideal ramplón de espíritus limitados.
Pero para que la traducción sea deleitosa y fecunda, como la hemos ponderado, necesita producirse en las condiciones que se deducen del modo como hemos indicado que se generaba; esto es, que requiere un equilibrio de amor hacia la obra original y hacia la lengua a que la traducimos: queremos decir que no basta comprender muy bien con la inteligencia uno y otro idioma (claro está que ésta es la primera condición mecánica indispensable), sino que se necesita de aquel amor que, tanto o más que entender, adivina el sentido ajeno y la expresión propia, amor doble que el equilibrio hace simple y uno, y que sólo de este modo es fecundo para la íntima y perfecta armonía entre las lenguas.
Porque si aquel equilibrio no existe, si el traductor ama más la obra original que la lengua en que la traduce, o a ésta más que aquélla (hablamos de las traducciones industriales hechas sin amor alguno, porque no tratamos ahora de calamidades literarias), no puede haber la compenetración que produce la traducción viva. En el primer caso la traducción propenderá ser literal y el idioma propio quedará sacrificado; en el segundo la traducción demasiado libre desfigurará la obra original; en ambos el trabajo podrá resultar de algún provecho especial de erudición o de otra clase, pero será vano para la armonía universal del lenguaje.
Un ejemplo de traducción desequilibrada en el primer sentido tenemos ahora con la del Götterdämmerung (El capvespre dels déus) de Wagner, hecha en catalán por Jerónimo Zanné y Antonio Ribera y publicada por la Associació wagneriana.
En esta traducción el genio de nuestra lengua queda sacrificado a la casi literal correspondencia con el texto de Wagner; y todo el texto catalán es como una tortura de nuestro idioma. La explicación de que los señores Zanné y Ribera hayan realizado la traducción en dicha forma se encuentra ante todo en la admiración que sienten por la obra de Wagner, a quien, con exageración evidente, pero con entusiasmo indiscutible, consideran como compendio y sublimación de todos los genios dramáticos. Partiendo de este sentimiento han querido transmitir al lector catalán no sólo el contenido de la acción y del diálogo wagnerianos, sino hasta el ritmo y la manera exterior de éste, cuya estructura germana pugna naturalmente con nuestra sintaxis latina. Y si a esto se añade que Wagner, espíritu excesivamente alemán, se expresa generalmente de un modo conceptuoso y abstracto y, por tanto, obscuro para nuestro entendimiento más bien plástico, y que toda la tetralogía del Anillo del Nibelungo está basada en una mitología y desarrollada con un simbolismo absolutamente ajenos a nuestro espíritu latino, se comprenderá que la traducción catalana de Zanné y Ribera resulte de lectura árida y trabajosa, y que no sea el tipo de traducción fecunda de que antes hablábamos, sino el tipo de traducción literal que, interlineada en el texto original, serviría mucho para ir siguiendo la marcha de la obra alemana; y que aun presentada suelta como va ahora da perfecta idea de la versificación alemana (salva la aliteración, que en nuestro idioma resultaría temeraria) y del estilo personal de Wagner. En este sentido merecen aplauso sus autores y la Associació wagneriana que la ha editado.
Creemos, sin embargo, que una vez mostrado ya con esta traducción el tipo exterior del texto wagneriano, valdría más para otras obras semejantes dar al público una traducción que diríamos informadora, es decir, exacta, pero en sintaxis catalana, y en prosa a línea seguida. El público la leería más y con más provecho para la comprensión del drama wagneriano.
5-XII-1901
Joan Maragall: “Traducciones” dins Joan Maragall: Obres completes. Obra castellana. Barcelona: Editorial Selecta, 1981, ps. 165-167. (Biblioteca Perenne; 4bis).