Panorama de la literatura catalana de postguerra
Panorama de la literatura catalana de postguerraPara algunos, la victoria alcanzada en 1939 corrigió felizmente la suma de errores cometidos a lo largo de la historia contemporánea. Entre ellos, la tolerancia concedida a una cultura local, la catalana, que se había desarrollado, insidiosamente, en amplias zonas del noreste peninsular. “Atención preferentísima ha de merecerme la cultura en todas sus graduaciones”, decía el primer gobernador civil franquista de Barcelona, don Wenceslao González Oliveros, al tomar posesión de su cargo (1). “Cuarenta años de progresiva desespañolización (salvo el breve, próspero y sosegado período dictatorial) exigen un esfuerzo inmediato y continuo de signo contrario. En la reespañolización cultural de Cataluña espero poner lo principal de mi empeño, desde la primera enseñanza a la alta cultura; auténtica y última explicación de muchos acontecimientos y actitudes lamentables, incluso en los órdenes al parecer más distantes de la esfera espiritual.” Y añadía: “Al que en cualquier grado o forma permanezca todavía enemigo, tanto en la esfera demagógica como en la burguesa, le exhorto a que no se obstine a sobrevivirse grotescamente. El que aún se sienta enemigo piense que es un vencido al amparo de la misericordia y la justicia del vencedor, pero también a merced suya si equivocadamente interpretase su piedad por vacilación o su tolerancia por desconocimiento.”
Una cultura agónica: tres factores
La cultura catalana de postguerra es el producto de tres factores que se excluyen, o modifican, entre sí: 1) los modelos creados por los grandes países burgueses de Occidente; 2) la implantación violenta de los modelos castellano/españoles y, en concreto, de la versión elaborada por las fuerzas franquistas más reaccionarias; 3) una serie de insuficiencias propias, de tipo histórico o democrático. Así, constituye un conjunto agónico, desvertebrado, que vive más de nostalgias o de esperanzas/utopías, que de realidades contantes y sonantes.
En 1939 las instituciones, las editoriales, las revistas y los diarios existentes fueron suprimidos por decreto, sustituidos por otros de rango imperial o, en el mejor de los casos, provincializados y burocratizados. La universidad, por ejemplo, fue sometida a un auténtico desmantelamiento. La mayoría de sus figuras, como Josep M. Boix i Raspall o Jordi Rubió i Balaguer, fueron expulsados o, como Pere Bosch i Gimpera, August Pi i Sunyer y Joaquim Xirau, tuvieron que exiliarse. El pavoroso vacío que dejaron fue llenado por varios paquetes de funcionarios inmigrados que, salvo raras y brillantes excepciones, practicaron el más cerril caciquismo. Unos paquetes que, muy de vez en vez, aceptaron a profesores con pasión científica y renovadora: Jaume Vicens i Vives, Oriol de Bolós, etcétera. Consecuencia: la Universidad, desligada de su contexto y sin medios económicos, perdió poco a poco el prestigio científico y social y, al producirse la crisis del modelo universitario burgués, se hundió estrepitosamente.
El Institut d'Estudis Catalans quedó también desmantelado. La mayoría de sus miembros, como Pompeu Fabra, Lluis Nicolau d’Olwer y Carlos Riba tuvieron que exiliarse o, como Joaquim Ruyra o Ramon d'Alós-Moner, fallecieron a los pocos meses de la ocupación. La misma entidad fue disuelta de un plumazo e incluso se intentó cubrir el espacio científico que dejaba con instituciones de nuevo cuño (2). Consecuencia: el Institut tuvo que reorganizarse en la clandestinidad y, con los escasos recursos de que dispuso, o dispone, tuvo que seguir sus actividades a un ritmo más testimonial que eficaz.
Sin centros adecuados de formación y realización, los profesionales de la cultura se enfrentaron a una cadena de problemas prácticamente insolubles. Ante todo, a la falta de un verdadero público consumidor. Un público que, atenazado por una subsitencia difícil y desconcertado por unos medios de comunicación más sensibles a la propaganda que a la información crítica, se dedicó al cultivo del ocio más delirante: la nada. En segundo lugar, a una serie de presiones ideológicas de todo tipo que coartaban, a la vez, la formación y la información y que, por tanto, coartaban la libre creación. Solo y presionado, el profesional de la cultura se encerró dramáticamente en el mundo de sus propias necesidades y/o frustraciones y, a la corta o a la larga, se convirtió en un personaje sumiso, burocratizado o, al contrario, en un personaje rebelde que transformaba su función creadora/critica en un doctrinarismo monolítico. Sus productos, desvinculados de su contexto, pese a las constantes referencias a éste, se desarrollaron al margen de las grandes propuestas universales. O. en el mejor de los casos, fueron un simple remedo de las más detonantes.
Así, la literatura producida en tierras catalanas constituyó, entre 1939 y 1955, un mundo fragmentado y lleno de interferencias/tensiones de una increible complejidad y dramatismo. Ante todo, hubo una literatura de expresión castellana, estimulada y, a menudo, impuesta con violencia por las tropas victoriosas.
Una literatura que, en conjunto, ofrecía tres grandes corrientes que se limitaron a convivir y que a la larga entraron en conflicto. En primer lugar, una corriente, la oficial, que se alimentaba de funcionarios inmigrados, o no, que disponía de todos los resortes de la producción -instituciones estatales y municipales, casas editoras, revistas y diarios subvencionados- y que pretendía reproducir sin afeites los modelos operantes en la corte. Entre sus objetivos figuraba como principal el de españolizar a la sociedad catalana. En 1945, por ejemplo, un comentarista madrileño, a propósito de un homenaje tributado a un camisa vieja afincado en Barcelona, Luys Santa Marina, decía: «Las palabras de García Venero, de profundo contenido político, sirvieron para exaltar la labor españolista que Luys realiza en Barcelona.» (3) En segundo lugar, la literatura desarrollada por aquellos que, de alguna manera, habían contribuido al triunfo del Alzamiento Nacional. Una literatura que adaptó al castellano los modelos catalanes más puros o que intentó recuperar los elaborados, desde el siglo XVI, por la nobleza o la burguesía castellanizada (Juan Boscán, Manuel de Cabanyes). Así, Ignacio Agusti, en sus novelas, recogió, a la vez, la realidad de una Cataluña industrial y los modelos novelísticos creados por dicha tradición (Narcis Oller). Y Juan Ramón Masoliver, al fundar la colección Poesía en la mano o al articular una de las mejores revistas españolas de postguerra, Entregas de poesía, recogió el ambiente liberal y europeo de la Cataluña de los años 20/30 (4), Por último, la literatura realizada por aquellos que sin renunciar a sus ideales tuvieron que mudar forzosamente de medios de expresión y que, por consiguiente, tradujeron al castellano los mismos modelos que habían utilizado o aún utilizaban solapadamente en catalán. Tal es el caso, entre otros, de Josep Pla o Caries Soldevila.
Hacia 1951/53, algunas de estas corrientes empezaron a cambiar o a desaparecer lentamente, al paso que nacían otras nuevas. La primera, por ejemplo, se dividió en dos sustancialmente antagónicas: la que, como el grupo de La Jirafa, continuó la tradición españolista más ortodoxa y la que, a partir de la revista Laye, una «publicación de la Delegación de Educación Nacional», dirigida por el camarada Eugenio Fuentes Martín, rompió con ella y con la herencia catalana y se incrustó rápidamente en la liberal y cosmopolita castellana de un Ortega o un Aleixandre.
Esta fracción, constituida, entre otros, por Jaime Gil de Biedma, Carlos Barral o los hermanos Goytisolo,fue el primer grupo no oficial y absolutamente españolizado, es decir, desvinculado de la realidad cultural dentro de la que vivían. Por otra parte, desapareció la tradición catalana en castellano y los autores que las circunstancias político/económicas obligaban a practicar el bilingüismo, como Joan Fuster, continuaron traduciendo al castellano los modelos estrictamente catalanes. Hacia los años 1952 /53 surgió, además, un nuevo tipo de profesional: el hijo de inmigrantes económicos que, como Francisco Candel, se siente catalán, trabaja sobre la realidad catalana y se dirige a un público fundamentalmente inmigrado/catalán pero que, por razones obvias, no dispone de los recursos culturales necesarios para expresarse en la lengua del país en el que ha encontrado cobijo.
Exilio, clandestinidad y circulación pública
La literatura catalana organizó frente a estos intentos de supresión/suplantación tres movimientos, que en principio se ignoraron o se opusieron, pero que a la larga acabaron fundiéndose en uno solo. En primer lugar, el del exilio. Un movimiento que en teoría era el que trabajaba con unas mayores dosis de libertad. Pero que de hecho sobrevivía gracias a pequeñas colonias de emigrantes económicos o políticos, en un medio mitad indiferente mitad hostil. En segundo lugar, el clandestino. Un movimiento que iniciado hacia 1940 recogía las inquietudes más vivas y puras del país. Pero que, enclaustrado en los límites de la militancia más rigida, había perdido toda relación con su cuerpo social y se debatía, por tanto, en el vacío. Y, por último, el que intentaba crear, al amparo de la nueva legalidad, pero con el mínimo de claudicaciones, una literatura de circulación pública.
En general, el grado de eficacia de estos movimientos dependía de las circunstancias. Entre 1939 y 1945 el del exilio fue el más incisivo, voluminoso. Europa, destrozada por la guerra, había dejado de ser un medio de cultivo apto para una literatura que, como la catalana, era pequeña y exiliada y carecía, además, de distintivo propio en los mapas más acreditados. Así, las iniciativas que, en 1939/40, habían alcanzado un mínimo de consistencia en Francia (Fundació Ramon Llull) se desplazaron, con la invasión alemana a Latinoamérica. Celebración de los Jocs Florals de la Llengua catalana (1941), ediciones como las de la revista Catalunya (1939), las de B. Costa-Amic (1942) o las de Avel·li Artis (1944), revista como Els Quaderns de l'Exili (1943), etcétera. Por otra parte, el régimen de Franco, bien asentado gracias a las centelleantes victorias de Hitler, ponía en práctica las cláusulas más duras de su programa y, con auténtico cinismo, destruía cualquier tipo de disidencia. La literatura clandestina realizada en principio en casas particulares (Bonet i Gari, Puig i Cadafalch, Sunyer y, más adelante, Josep Iglésies; en otro sentido, Caries Riba y J. V. Foix), amplió, poco a poco, su área de incidencia. Y, tras unos intentos más o menos institucionalizados -Amics de la Poesia (1942), Calalunya (1942), L 'Ocell de Paper (1943)-, produjo las dos primeras empresas importantes, capitaneadas las dos por Josep Palau i Fabre: las ediciones La Sirena (1943) y la revista Poesía (1944).
Durante estos siete años, en cambio, la literatura catalana no existió a nivel público. En 1941, el Foment de Pietat había reanudado con sordina sus edíciones sagradas. Y, entre 1942 y 1944, sacaron algún libro suelto, de carácter lírico y con salvaconducto eclesiástico -Rosa mística (1942), de Camil Geis-, y las primeras reediciones veniaguerianas (1943, 1944) de un librero que, durante la guerra, había actuado en la zona de Franco: el señor Josep Cruzet. ¡Nada más! En conjunto, estas empresas las impulsaba una misma idea. Ante todo, salvar la lengua. Después, recuperar el prestigio social/cultural que había perdido con la victoría franquista. En tercer lugar, salvar las instituciones de cultura más significativas. Rehacer el sistema de relaciones humanas destruido por la guerra y establecer contacto con la nueva gente que, poco a poco, aparecía en muchos casos profundamente desconcertada. Y, finalmente, luchar contra todos los que habían claudicado, ideológicamente o lingüísticamente.
Verdaguer, símbolo de la resistencia
La correlación de fuerzas que acabamos de ver, gracias al triunfo de las potencias aliadas y al cambio diplomático del régimen, empezó a variar de manera sensible. El sentido del cambio lo indica en cierta medida un centenario celebrado a lo largo de 1945: el de Jacint Verdaguer. En efecto: los exiliados y los que trabajaban en la clandestinidad convirtieron al famoso poeta en un símbolo de la resistencia. De la resistencia de una lengua y, pues, de una patria amenazada. Los grupos oficiales, presionados por la marcha de los acontecimientos, no pudieron, con Juan Aparicio al frente, ignorarlo e intentaron españolizarlo (5). Y, a la larga, permitieron un cierto juego público que fue aprovechado por los resistentes más carcas o por los que, más fluctuantes, querían hacerse perdonar pasadas veleidades.
Pese a todo, entre 1946 y 1955, la producción más abundante fue la del exilio y, con ella, la clandestina. La primera, gracias a la intensificación de la americana y a la liberación de Francia, conoció su época más brillante. Los Jocs Florals se celebraron, alternadamente, en América y en Europa. En América nacieron nuevas editoriales de positivo interés: El Pi de les Tres Branques (1947). En Perpiñán reaparecieron en 1951 las Edicions Proa, y, en América y en Europa, salieron gran cantidad de revistas: Quaderns (Perpiñán, 1945), La Nostra Revista (México, 1946), etcétera. La producción clandestina conoció también una época brillante. Las revistas culturales y artísticas (Ariel, 1946; Dau al Set, 1948) alternaron con otras de intención más popular: Antología (1947), Temps (1948)... E incluso con otras estrictamente universitarias: Curial (1949)... A las ediciones La Sirena se sumaron las de Negra Nit (1945) y las de Antologia (1947). Un buen fajo de libros sin seriar y, sobre todo, un tipo de libro, el de bibliófilo, que, con la tolerancia tácita de las autoridades, ponía todos los recursos artísticos y tipográficos disponibles al servicio, a veces, de un texto absolutamente insólito. Y de unos destinatarios, los nuevos ricos del estraperlo, tan insólitos como los textos mismos. Entre 1946 y 1955, además, la literatura catalana reapareció poco a poco a la vida pública. Según mis informes, los primeros permisos datan del mes de enero de 1946. Y, las primeras obras, de la fiesta del libro del mismo año. El Régimen, a medida que para salvar las naves cedía a las presiones de los aliados, concedía con más facilidad los permisos. Así, reaparecieron las viejas editoriales decapitadas (Barcino, Alpha); salieron otras nuevas (Selecta, Llibres de l'Óssa Menor) y empezaron a publicar en catalán otras que, hasta aquel momento, sólo lo hablan hecho en castellano: Arimany, Aymá, Dalmau, Destino, Janés i Olivé, Millá... Con el de los libros llegó también el permiso teatral. Y una tropa de viejos actores -María Vila, Pius Daví, Jaume Borràs- con la colaboración de otros más jóvenes -Pau Garsaball, Páquita Ferrandis- aparecieron de nuevo en escena. Primero, con simples reposiciones. Más tarde, con estrenos más o menos ambiciosos.
Un programa de urgencia
Entre 1946 y 1955 se pasó, poco a poco, de un programa literario estrictamente defensivo a otro más expansivo y dinámico. En primer lugar, la literatura del exilio había entrado en contacto con la clandestina y las dos, sobre todo la segunda, lo habían hecho con la que veía legalmente la luz pública en el país. En segundo lugar, tanto en el exilio como en el interior, se había articulado con más o menos conciencia un plan de recuperación de los viejos autores/lectores y de conquista de los que comenzaban a insinuarse. Y, por tanto, de incidencia en la opinión pública.
En 1946/47, por ejemplo, se organizó, con motivo del noveno centenario de la muerte del abad Oliba, una gran campaña de sensibilización popular. Una campaña que, por primera vez, reunió a gente de todos los campos de la actividad catalana y que, entre sus actos, contó con la concesión de un premio lírico. Los premios, en la estrategia de este momento, ocuparon un auténtico lugar de honor. Ante todo, porque constituían un estímulo poderoso para la creación. Animaban a los viejos autores y ayudaban a lanzar a los más jóvenes; daban, de golpe, un dinero que raramente se obtenía con la venta en librerías; permitía publicar las obras premiadas -e incluso las finalistas- en unas condiciones óptimas de publicidad.
En principio, el sentido del juego era primario, transparente. Intentar que una sociedad herida y mineralizada se interesase por la literatura y, más en concreto, por la catalana; que la prensa y la radio se ocupasen, ni que fuera a precario, de una producción que se hallaba proscrita. En suma: crear, alrededor de autores y libros, más, de lo que éstos simbolizaban, un mínimo de aureola. Los primeros premios fueron concedidos en el exilio (Jocs Florals) o en la clandestinidad: Rosselló-Porcel, Salvat-Papasseit. En 1947 se concedió en el país el primer premio legal y, a la larga, fueron éstos, los legales, los que obtuvieron unos resultados más satisfactorios. En especial, los de: la noche de Santa Lucía: el Joanot Martorell, de novela; el Víctor Calalà, de narración corta; el Ossa Menor, de poesía... y, con ellos, los de Cantonigrós, los de las Galerías Layetanas, los de la Associació Condal...
Epílogo
En 1951, un movimiento de masas, la huelga de tranvías de Barcelona, había sido el último acto más o menos relacionado con la guerra civil. Dos años después, el Régimen firmaba un acuerdo con Estados Unidos y entraba en la UNESCO y, en 1955, lo hacía en la ONU. Entre 1951 y 1955 había producido un diálogo entre un grupo de intelectuales catalanes -Caries Riba- y otro de intelectuales castellanos -Dionisio Ridruejo- que, en cierta medida, habia constituido un reconocimiento paraoficial de la situación catalana. Y con tal motivo se había desarrollado un auténtíco proceso de autocrítica histórico/cultural: Jaume Vicens Vives. Cambios, diálogo, autocrítíca... Había empezado una nueva época. Una época que consolidó los movimientos de expresión castellana surgidos hacia 1951/53 y que, por otra parte, acabó con la literatura catalana clandestína, dísminuyó la del exilio y, de manera correlatíva, incrementó la que se publicaba en el país con todas las garantías legales. Pero ésta ya es otra historia.
(1) La Vanguardia Española, 5/VIII/39.
(2) Cf. Solidaridad Nacional, 9 y 13/1/40.
(3) G. M. A., Homenaje de «Los Noveles» a Luys Santa Marina, «La Estafeta Literaria», núm. 31 (1945), 5.
(4) Concretamente, en'la colección Poesía en la mano, de Editorial Yunque, reprodujo con fidelidad el programa e incluso el diseño de otra catalana, recién degolIada: Oreig de la Rosa dels Vents, de Josep Janés i Olivé.
(5) Así, La Estafeta Literària, núm. 25, dedicó sus páginas centrales a conmemorar el centenario verdagueriano. Y, al anunciarlo en la primera página, decía significativamente: “Hace cien años nació un gran poeta español. Un maravilloso poeta, alta cumbre de nuestras letras. Mosén Jacinto Verdaguer es esta figura señera que la rueda del tiempo nos trae prendida en un centenario evocativo. Vivió consagrado a Dios y a la poesía. El es la más recia y clara voz de la épica moderna española. Como poeta lírico su alma se desborda por los cauces del misticismo y cuaja en la honda y estremecida corriente religiosa de pura raíz nacional.En la encuesta que figura en las páginas centrales hay respuestas tan inequívocas como las siguientes: “La Atlántida, más que nada, es poema nacional español” (M. Fernández Almagro). Ha existido en tiempos no remotos un "especial deseo de destacar la regionalidad inequívoca de los grandes poetas de Cataluña no tanto como una raíz, sino como un límite. Hace algunos años hubiera sorprendido en ciertos medios un trabajo titulado: El españolismo de Verdaguer. Y, sin embargo -y aleccionadoramente para los miopes de uno y otro bando-. Mosén Jacinto aprendió a amar a España y a entender su dimensión histórica navegando por el Atlántico bajo la bandera blanca y azul de Comillas como capellán de sus barcos. L 'Atlántida está llena de profundísima emoción española.” (G.Díaz- Plaja), etcétera.
Joaquim Molas: Panorama de la literatura catalana de postguerra. "El País", 5-II-1978 [Suplement «Arte y Pensamiento»].