La literatura en la construcción de la ciudad democrática
La literatura en la construcción de la ciudad democrática[…]
Pero coincide otro elemento importante cuya explicación a manera de caso aislado y casi de anécdota nos parece dar muchas referencias sobre lo que era la sociedad culta resistente en la España de los cincuenta. Aparece en la frontera entre los cincuenta y sesenta la novela Tiempo de silencio, de Martín Santos. Se habían establecido una serie de implicaiones entre lo progresista ideológicamente y lo avanzado en la escritura que se fraguaba en esa voluntad de forcejear contra la verdad establecida a través de un mensaje ideologizador y la búsqueda de una literatura comunicacional. Se había condicionado así la identificación mecánica entre el contenido emancipador y la escritura realista, la identificación establecida por los albaceas de la reflexión sobre la estética de Marx y Engels que interpretaban el realismo como la formalización óptima para una literatura que se proponga realmente transformar la sociedad. Tal presunción ya estaba superada en el seno de las sociedades literarias democráticas y en España siguió presente como buena, mala o falsa conciencia hasta la llegada de la democracia. Pues bien, nacían los sesenta y apareció Tiempo de silencio, en coincidencia con la crisis que representa esa difícil metabolización internacional de Tormenta de verano. La novela de Luis Martín Santos era una sarcástica reflexión sobre el tiempo del franquismo, estaba escrita por uno de los pocos dirigentes reales que el PSOE tenía en el interior, que además había estado encarcelado repetidamente y, sin embargo, se valía de un sistema de escritura barroco hermético que al igual que la sinfonía de Shostakovich Lady Macbeth en Mzensk no podía ser silbada por un obrero mientras se afeitaba. Esa posibilidad de una alternativa estética que no implicaba una traición a un objetivo de carácter histórico o político, ponía en cuestión la identificación mecánica entre antifranquismo de contenido y realismo formal exigida en literatura, pero no exigida en arte, donde tanto los grandes pintores de Dau al set en Barcelona, como posteriormente los del grupo El Paso, en Madrid, eran antifranquistas por la vía de la reivindicación del informalismo, de la pintura abstracta.
Otro factor importante, que con el tiempo casi inmediatamente va a llegar, será la aparición de las primeras muestras literarias de los latinoamericanos, que van a replantear el papel de lo literario, lo imaginativo, lo lingüístico, en contraste con las preocupaciones de la urgencia de una escritura hasta cierto punto de combate y de elipsis, que ha caracterizado ese esfuerzo de reconstrucción de la razón cultural dentro de la España dominada por el franquismo. Esos impactos y esas situaciones aparcan durante un tiempo y colocan casi en el desván de los recuerdos durante un largo periodo a la llamada generación de los cincuenta, salvo en aquellos casos de los que luego han seguido una evolución personal que, sobre todo a partir de los años sesenta, les permite sobrevivir a la depresión a la tentación de arrinconamiento que durante un período ha gravitado sobre ellos. Sería necesario volver a hacer una valoración crítica de aquel período, darnos cuenta de hasta qué punto las claves ambientales pudieron condicionar a la vanguardia de aquella época, pero también hasta qué punto esa vanguardia no hay que verla como una irrupción por generación espontánea en aquel difícil marco, sino como un intento, evidentemente logrado, de que la lógica interna de lo literario no se detuviera. Hay que empezar a reflexionar sobre la literatura española pasando por alto esa reducción jíbara, fraguada en gran parte por la crítica erudita internacional y en gran parte por nosotros mismos, de que la literatura española es algo que se inventa Cervantes y que culmina y ultima Franco fusilando a García Lorca. La sociedad escritora, la sociedad lectora tuvo necesidad de su propia literatura, pasó por encima de la superchería de una literatura oficial, y desde aquellos embriones de literatura extramuros a lo que pudieron ser los espléndidos logros de los años cincuenta y eso no era renacer de la nada sino restablecer un contacto con lo literario. Hay que retomar a los escritores de los años cincuenta, porque, de hecho, significa retomar el curso de la mejor literatura española, perdiendo ya ese doble extraño complejo de culpa o de inferioridad que ha gravitado sobre ella. Porque a veces damos la impresión de ir por el mundo pidiendo perdón por no haber tenido un Joyce o un Kafka, así como en otros momentos hemos tenido la tentación de decir que eso se debía al peso de nuestra triste historia política. Yo creo que al realizar un acercamiento real a lo literario, a lo textual, prescindiendo de las tergiversaciones y derivaciones que puedan venir de todo análisis pretextual, sea de carácter estético o ideológico, acercándonos a la literatura de aquellos escritores, por encima del marco asfixiante de una época, se descubre que cada uno de ellos conecta con la lógica interna de la literatura española. Que la literatura española no desaparece bajo el peso de ningún poder por muy glorioso y asfixiante que sea, porque de lo contrario, si tuviéramos que llegar a la conclusión de que la cultura y la literatura sólo se legitiman en condiciones de libertad democrática, tendríamos que borrar prácticamente todo lo que se ha construido, porque los períodos de libertad han sido excepciones y en la historia de España los períodos de dominio y de dictadura han sido la regla.
Sea la primera hornada de los escritores del llamado realismo social o la segunda compuesta por los escritores de la experiencia crítica, tuvieron un especial empeño en utilizar la literatura para recuperar su memoria personal y la colectiva. ¿Por qué era importante la recuperación de la memoria para la construcción de esta ciudad democrática? Porque una de las claves de la duradera victoria de Franco y de su duradera instalación en el poder fue la destrucción de todo lo que había significado la vanguardia crítica del país y la anulación de la memoria de su paso por la historia y la cultura. Hay que sumar los muertos reales de la guerra civil, los represaliados en la postguerra, los fugitivos, los exiliados y los topos, no sólo el que se escondía en su casa, sino el topo que renunciaba a su identidad y perdía incluso la memoria. Estaba prohibida la memoria del vencido, dentro de una operación cultural total de desidentificación del antagonista. Por eso fue tan importante que escritores como Fernández Santos, los hermanos Goytisolo, Caballero Bonald, Aldecoa, Barral, Valente, Gil de Biedma, Ferrater, González, recordasen su infancia en la guerra civil desde el tono de la tristeza crítica ante una derrota inmerecida, a manera de deconstrucción de la memoria fascista y de apología directa o indirecta de la razón democrática, prohibida, oculta.
Coincide este esfuerzo con la denuncia directa de las condiciones vejatorias de la realidad, en clave de realismo socialista en la novelística de López Salinas, Antonio Ferres o López Pacheco y desde la compleja aportación novelística de García Hortelano, en la que el héroe positivo se libera de la musculatura épica y asume el punto de vista de un rebelde moral ante la triple verdad de la sociedad fascista: lo que se dice, lo que se hace y lo que se reprime. En todo ejercicio cultural hay una continuada propuesta y tensión entre memoria y deseo. La memoria es esa novela que todos nos contamos a nosotros mismos con ayuda de los demás y que la mayoría no pone por escrito, aunque muchas veces se proclame: ¡si yo le contara, podría usted escribir una novela! Allí está sepultado lo que creemos saber sobre nosotros mismos y los demás. Memoria personal y memoria colectiva. Recuperación de la memoria y forcejeo con la realidad falsificada mueve a las dos vanguardias sucesivas, la de Blas de Otero, para entendernos, y la de García Hortelano y Jaime Gil de Biedma, para no citar a toda la lista. Cuando esos poetas o novelistas de la experiencia, aparte de sancionar la realidad y recuperar la memoria, hacen una propuesta de futuro en el territorio del deseo, tienen que moverse a través del lenguaje de la elipsis, porque llegó un momento en que el régimen toleraba una cierta recuperación de la memoria, una cierta recuperación de la realidad, pero jamás toleraría la propuesta concreta de un proyecto de ciudad libre.
Pero a veces el escritor podía insinuar sus deseos subversivos. Recordemos la Oda a Barcelona de Jaime Gil de Biedma, que exterioriza e interioriza todos los componentes de una generación en cierto sentido privilegiada: no habían vivido la guerra civil como combatientes, casi todos ellos eran señoritos de buena familia, habían adquirido una conciencia crítica de la realidad, muchas veces desde la vivencia estética, y en esa oda de Jaime Gil de Biedma, el poeta memoriza a sus padres ricos y jóvenes, en la montaña de Montjuïc, él en el vientre de su madre, meses previos a la Exposición de 1929 y desde el mirador los jóvenes burgueses contemplan la ciudad que les pertenece. El poeta vuelve a ese escenario en los años cincuenta y contempla la ciudad de la postguerra y en el mayestático mirador de Montjuïc el barraquismo impulsado por los movimientos migratorios desde el sur. Asistimos a dos estrofas en las que se hace una apología de la lucha de clases y del asalto al poder de los oprimidos, mediante un código poético que no pudo o supo ser prohibido por la censura.
Sólo montaña arriba, cerca ya del castillo,
de sus fosos quemados por los fusilamientos
dan señales de vida los murcianos.
Y yo subo despacio por las escalinatas
sintiéndome observado, tropezando en las piedras
en donde las higueras agarran sus raíces,
mientras oigo a estos chavas nacidos en el Sur
hablarse en catalán, y pienso, a un mismo tiempo,
en mi pasado y en su porvenir.
Sean ellos sin más preparación
que su instinto de vida
más fuertes al final que el patrón que les paga
y que el salta-taulells que les desprecia:
que la ciudad les pertenezca un día.
Como les pertenece esta montaña,
este despedazado anfiteatro
de las nostalgias de una burguesía.
En ese poema hay esa apuesta por la nueva ciudad en función de una rememoración y de una crítica de la realidad. Se dan las tres claves fundacionales de la ciudad futura: la memoria, la realidad y el deseo.
Desde 1939 hasta 1978 a la cultura española, sobre todo a la vanguardia de esa cultura española, la mueve un doble esfuerzo, reconstruirse como tal y plantear un proyecto más o menos colectivo de utilización de la razón en la construcción de la ciudad democrática. Debido a las condiciones de exterminio y represión, es lógico que costara veinticinco años reconstruir un frente antifranquista compuesto por el todavía precariamente reconstruido movimiento obrero, importantes sectores de profesionales y profesores universitarios y maestros antifranquistas, un movimiento estudiantil en la misma dirección, un frente intelectual interrelacionado con estas nuevas vanguardias e incluso sectores de las bases de la Iglesia católica decididamente antifranquistas e incluso para-socialistas. Han hecho falta veinticinco años para superar la destrucción y el miedo y para crear una nueva sentimentalidad expectante, pero esta disposición anímica hubiera sido irrelevante sin factores económicos y sociales que la ayudaron a convertirse en ideas de cambio progresivamente encamadas en las masas. Ha hecho falta el desarrollismo económico de los años sesenta, la consolidación de la ciudad como el centro determinante de la vida española, arrebatando pautas de conducta, de comportamiento, de moralidad y de creencia, a la España agraria, determinante antes de la guerra civil, empantanada en el caciquismo y en la represión, deshabitada de jóvenes que huían a las ciudades industriales de España o de Europa.
Hemos de entender el proyecto de ciudad democrática en una clave dialéctica, no en clave orteguiana. La idea de proyecto histórico para Ortega sería la fijación de una voluntad de ser a cargo de un sujeto plural pero minoritario privilegiado que, en función de pertenecer a una élite capaz de predeterminar y de dotar de categorías y de lenguaje a ese proyecto, estuviera en condiciones de imponerlo como objetivo a las masas. El proyecto de la ciudad democrática fraguó de una manera mucho más espontánea, aunque activado por las vanguardias clandestinas y por la frustración asumida por una persona medianamente inteligente en la España de los años cincuenta y sesenta, al percibir el desfase entre sus necesidades culturales y las satisfacciones que recibía. Esa mecánica entre necesidad y satisfacción en cultura es mucho más determinante que las consignas y las élites, es la que hizo que aquella sociedad, muchos sin saberlo, se movilizara hacia el proyecto democrático.
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[…] El Carvalho héroe multimediático de Yo maté a Kennedy recupera la relación espacio-tiempo de un cronista y posibilita la novela crónica de la serie propiamente iniciada con Tatuaje. Ya me era posible una novela crónica que describiera críticamente la realidad, a través del artificio de lo literario, a partir de una serie de convenciones previas.
Primera convención: quién me soluciona el punto de vista, es decir, a través de quién ve el lector la realidad, quién propone la mirada sobre la sociedad. El autor había probado que podía ser Dios, podía intervenir, conducir a los lectores, entrar, salir de la novela o delegar estas funciones en un personaje privilegiado. Puede ayudarse mediante el tuteo, es decir, la conversación implícita del personaje privilegiado consigo mismo, o con otro, a la manera de Conversación en la Catedral, de Vargas Llosa. El autor puede delegar la función de dios narrativo en el ojo de una supuesta cámara que es finalmente el ojo del lector, según el viaje que va del behaviorismo norteamericano al objetivismo del nouveau roman. Desde su condición de Dios de la novela hasta caer en la de autor que pedía perdón por haber nacido, un largo recorrido de probaturas, el suficiente como para poder proponer cualquier guiño al lector, incluso un personaje tan arbitrario como Carvalho, que le permitiera un ejercicio constante de distanciación, de entrada y salida en la realidad a través de una distanciación semejante a la que se puede plantear en el teatro brechtiano. Es decir, la complicidad de no llevar la complicidad hasta las últimas consecuencias a partir de la arbitrariedad del punto de vista impuesto por el arbitrario Carvalho. El personaje va perfeccionando su extranjería novela a novela y en La soledad del manager, ya no es solamente el ex comunista y ex agente de la CIA, sino que mantiene un juego de relaciones personales atípicas: afectivas con una prostituta de teléfono; informativas con un limpiabotas ex miembro de la División Azul; mayéuticas, es decir, ese coloquiante que siempre se necesita en una novela indagación, el doctor Watson para entendernos, con un gestor; nutritivas con Biscúter, la madre nutridora, un ex presidiario que le cocina y lo cuida como una madre. Todo lo que en la vida real hubiera hecho inverosímil a Carvalho, lo hacía verosímil en novela.
Aceptar la convención de un género en los años setenta sólo podía hacerse por frivolidad pop o como una provocación vanguardista y en mi caso se dieron las dos circunstancias. Lo que empezó siendo una frivolidad, la escritura de Tatuaje, se convirtió para mí en la evidencia de que había encontrado una posibilidad estratégica para la novela crónica y crítica. Agotados los recursos de los diferentes realismos, el referente muy modificado de la novela negra norteamericana me servía para describir la sociedad, crónica de una sociedad compleja, conflictiva, competitiva, urbana, una sociedad como la española de los años setenta, abocada ya al delirio neocapitalista y parademocrático, dependiente de la doble verdad, la doble moral y la doble contabilidad del capitalismo avanzado. Sólo a partir de esa homologación social neocapitalista, la sociedad española hizo verosímil su novela policiaca. El desguace técnico de la novela negra aportaba tres elementos fundamentales para la arquitectura de mi novela crónica: el punto de vista, la realidad vista por un merodeador social, un personaje fronterizo, cuya función, precisamente, es husmear las huellas de la sociedad del desperdicio, del novelista cazador de Ortega al novelista descodificador de conductas; un segundo elemento técnico es que la investigación criminal-narrativa se basa en la encuesta; el tercer elemento era poético, porque la novela negra norteamericana replanteaba la significación de la violación del tabú según claves reales y contemporáneas: ya no se trataba de un «no matarás», de carácter mítico o legendario o dependiente de la intertextualidad literaria, sino de qué significa el «no matarás» como violación del código de cohabitación productiva y reproductiva vigilado por el estado, el único que puede matar. El delito en la dimensión actual, vinculado a una sociedad hipercapitalista, donde el «no robarás» se convertía realmente en cómo se organiza una sociedad para mantener la propiedad privada y el «no matarás» en un acto en el cual intervienen tanto condicionamientos de carácter social como impulsos criminales congénitos o morales al alcance de la novela criminal precapitalista. La novela negra norteamericana, de hecho, es un gran ejercicio de racionalización y de adaptación a la etapa actual del tema de los tabúes utilizados por la narrativa a lo largo de toda su historia, convertidos en tabúes reales, ligados a causas sociales concretas.
Esos elementos, para mí, hacen posible y me plantean el desafío de poder escribir un ciclo de novela-crónica de la realidad, sin hacer un realismo reproductivo, sino revelador. Además, yo deconstruía la convención de la novela policiaca quitando importancia a sus mandatos originales basados en el respeto al misterio como condición sine qua non, utilizando la trama intriga como un mero pretexto para forzar a un viaje literario por el espacio-tiempo delimitado en cada novela, siempre adscrito al espacio-tiempo de la sociedad historificable. Es tan fácil y aleatorio descubrir en mis novelas quién ha matado a quién, son tan leves los rituales de la novela policiaca que sin duda podrían defraudar a los auténticos puristas del género y eso pretendía: modificar la convención del género y no respetar los decálogos existentes, fuera el de Chandler o el de Van Dyne. Mis novelas llamadas policiacas podían leerse desde distintos niveles porque implicaban diversos patrimonios narrativos escapando a la unidimensionalidad de la novela de género. Cualquier novela actual permite la excavación en casi todas las arqueologías literarias y las de Carvalho han pretendido, no sé si conseguido, esa complejidad patrimonial difícilmente clasificatoria. Ahí está todo lo que el autor ha asumido de un patrimonio complejísimo y plural, en la descripción de las situaciones, en la utilización del lenguaje, en la descripción de los caracteres en el papel de lo psicológico, en el papel de lo social. Todo eso, yo creo —o, al menos, lo he intentado—, que está presente en las novelas de Carvalho, que, repito, jamás he pretendido que fueran un ciclo policiaco, sin desdeñar que estaban acogidas a la pauta, al paradigma cultural de la novela negra norteamericana adaptada a intenciones modifícadoras, tal como hizo Sciascia en Italia convirtiendo el modelo referencial de la novela negra en gran novela política, aplicada a la reflexión sobre el poder.
Sorprendida la crítica por Tatuaje encontró la fácil explicación de que yo pretendía una apertura comercial, sin captar que las novelas de Carvalho eran inicialmente más minoritarias que las consideradas literariamente correctas y las más literariamente arriesgadas, en el contexto de una literatura española provincianamente experimental o no menos provincianamente entregada a la verbalidad sin causa. La serie Carvalho me servía para diagnosticar la realidad fluyente, pero tenía necesidad de establecer una tensión comparativa entre esa realidad y la memoria histórica usurpada por el franquismo y los vencedores sociales de la guerra civil, finalmente también vencedores de la transición democrática. Este propósito explicaría mi tercer ciclo narrativo, tras el subnormal y el policiaco, iniciado en El pianista, novela que empecé a escribir a comienzos de los años setenta ligada a la interrelación entre el triunfo y el fracaso. Aplacé varias veces su definitiva escritura, por cuanto me reconocía incapaz de resolverla en clave subnormal o carvalhiana, aunque en un capítulo de Los pájaros de Bangkok, ya está anunciada argumentalmente El pianista, incluso el arranque y el personaje y la situación que van a dar sentido a la novela.
Me atreví a entrar finalmente en El pianista cuando le perdí el respeto a mi propia teoría de que la novela estaba muerta. El pianista es una novela sobre la memoria moral de vencedores y vencidos en la guerra civil y sobre la moral de la resistencia de los años republicanos y de la postguerra, comparada con la resistencia antifranquista universitaria de los años sesenta y setenta, base social de los triunfadores de la transición. El pianista ha perdido la guerra civil, pero también ha perdido la transición rodeado de una joven sociedad emergente y pragmática, molesta por el peso de una memoria histórica como la española, tan dramática. El pianista es menos arriesgada que cualquier novela de Carvalho, dijera lo que dijera la crítica que aplaudió mi retomo a la literatura seria, desde un racismo epistemológico digno de un Frye, pero sin su altura cultural. El pianista se parece a cualquier otra novela, asume la perogrulllada de que una novela es una novela, en el sentido de que desarrolla una historia, introduce al lector en una dimensión temporal determinada, que no implica solamente el tiempo que se tarda en leerla, sino el que históricamente abarca, reconstruido en sentido contrario, desde el final hacia el principio. Obra a favor de una memoria crítica del franquismo y del antifranquismo frente a la asepsia de la transición servida por historiadores supuestamente imparciales.
La intención de El pianista, se parece a la de Galíndez o Autobíografía del general Franco, intento de quitarle la memoria histórica a los historiadores objetivos e imparciales para que los novelistas pudiéramos aplicar el tribunal popular contra los asesinos, contra los verdugos. Y por otro lado irían Cuarteto, Los alegres muchachos de Atzavara y por descontado El estrangulador, historias morales sobre el desfase entre los papales atribuidos y la conducta, la angustia moderna que no proviene de la sensación de orfandad por la muerte de Dios y del consiguiente desvalimiento metafísico, sino del sinsentido del lenguaje y de la fragilidad del sentido de la historia. Especialmente necesaria para mí la escritura de El estrangulador, desde la zozobra del loco arrojado de la patria de la memoria, escéptico ante las posibilidades del deseo, insuficientemente compensado por la patria de las culturas del comportamiento, incomunicado y agresivo hasta que descubre que la clave del poder no basado en la fuerza bruta o en las armas está en el lenguaje y la obligación del loco es saber tanto como su psiquiatra. La única fortaleza o ciudad interior fiel es la memoria y en la novela cumple papel importante el núcleo de mi poema Ciudad, posteriormente publicado como el más allá de Memoria y deseo, el ciclo cerrado de mi poesía sentimental. En El estrangulador, la lucha del protagonista de la novela por salvarse de la sanción del lenguaje del especialista en cerebros y conductas, se convierte en un pulso entre el esclavo y el amo, entre el escritor y el psicólogo, psiquiatra, psicoanalista o lacaniano por la hegemonía en la descodificación de las conductas. Como sería moroso arrastrar todas las variantes de los expertos en las causas psicológicas de la conducta, voy a emplear el término más culturalmente convencional de psiquiatra. Conozco a algunos psiquiatras que son escritores, no muchos, y a más escritores que van al psiquiatra. Pero normalmente psiquiatras y escritores se comportan como brujos del espíritu que se disputan un mismo cliente, ya que psiquiatría y literatura devienen, siempre devienen, técnicas de conocimiento de uno mismo, de los demás y de la relación entre uno mismo y los demás. El psiquiatra se basa en la interpretación de unos síntomas que él tiene codificados y esos síntomas los recibe mediante un relato oral del cliente. El técnico ha de interpretar ese relato desde un saber general hacia un caso particular. El psiquiatra ha de curar a su cliente, el escritor se limita a hacerle compañía y luego quedará en su vida como una enseñanza, un recuerdo, una sombra o nada. El psiquiatra piensa que manipula un saber de precisión que afecta a algo tan delicado como el alma humana. El escritor maneja un material parecido, pero desde la impunidad del brujo que no ha de recoger otros resultados que los beneficios de la audiencia. El psiquiatra piensa que el escritor es un amateur, casi un intruso y el escritor suele pensar que el psiquiatra es un cantamañanas que ha sabido crear su propia necesidad en el gran supermercado de intermediarios de una sociedad lobuna.
Creo que psiquiatría y literatura aún están resituándose, tras un siglo de pisarse los talones mutuamente. Primero la psicología, como saber generalizado, a la literatura y luego la literatura en pos de la estela de la psiquiatría. De ser un simple notario de la memoria, la literatura se convierte en analítica e investigadora del porqué y para qué de la conducta humana. Como forma de conocer tiene una hegemonía indiscutible a lo largo de los siglos xviii y sobre todo xix cuando cuaja el «lector» en su sentido moderno. Después aparecen conocimientos especializados que van a discutir esa hegemonía y los más importantes son la psicología y la sociología. Cualquier escritor rigurosamente contemporáneo que quiere intervenir sociológica o psicológicamente mediante el novelar, ha de tener conocimientos de estos saberes específicos. Ignoro cuál es la disposición dominante entre psicólogos y psiquiatras, cómo leen, por qué leen, para qué leen literatura. Pero lo evidente, al menos para mí, es que los escritores no ensimismados en una literatura «lingüística», es decir, los escritores para los que cuenta controlar la influencia social y el carácter de sus personajes, es indispensable tener conocimientos de sociología o de psicología y todas sus derivaciones y muy especialmente, del psicoanálisis.
Bastaría examinar cualquier diccionario del psicoanálisis para ver cuántas palabras han sido incorporadas plenamente al lenguaje literario, como referencias que evitan ser explicadas, que ya tienen la significación plena de términos de saber convencional: acto fallido, angustia histérica, asociación de ideas, complejo de castración, necesidad de castigo, complejo de Edipo, de Electra, de inferioridad, compulsión, complejo de culpa, mecanismos de defensa, ello, envidia del pene, esquizofrenia, fálico, fase anal, frustración, inhibición, paranoia, primario, psicosis, libido, masoquismo, narcisismo, neurastenia, neurosis, psicoterapia, pulsión, sádico, zona erógena y muchas más que omito por desmemoria. El escritor dispone de esta terminología convencido de la socialización de su significación, como dispone de marcas de productos para conseguir la imagen de contemporaneidad o de mitos de la Antigüedad o de Hollywood para duplicar, al menos, la semántica de su mensaje.
El rechazo no va tanto, pues, hacia un saber, que al menos ha sabido poner nombre a determinados procesos o desórdenes de la conducta, como a su sacerdote, el psicólogo o psiquiatra en el que el escritor de cultura más o menos católica y anticatólica ve al continuador del sacerdote confesor y además de un sacerdote confesor preconciliar que no ha abandonado el instrumento hegemónico del latín, de la jerga, con el que suele enajenar a los fieles. Resulta curioso que el escritor asuma un catálogo de términos convencionales y en cambio tienda a rechazar o ridiculizar otras zonas del vocabulario psiquiátrico, o quizá la liturgia completa o total del psiquiatra. Hay que plantearse si ese rechazo responde a una apuesta por una relación cultural no pasiva, es decir, participativa, en la que el sacerdote puede llegar a ser odioso o si ese rechazo es una simple cuestión de competencia sacerdotal. Creo que intervienen las dos posiciones, que a veces se suman y a veces se superponen para enmascararse mutuamente.
En cualquier caso, yo creo adivinar un motivo de fondo que el escritor reprime y es trabajo de los psiquiatras saber a ciencia cierta por qué. Yo me limito a especular como escritor que soy y avanzo la explicación de que el escritor se tumba a sí mismo en el diván cuando escribe. Y no sólo en la llamada literatura confesional mejor o peor disimulada. En cualquier manifestación literaria, el escritor sublima lo que sabe y no sabe de sí mismo, lo que espera y lo que teme de sí mismo y de los demás. Para ello dispone de una caja de herramientas completa y de ayudantes fieles que obedecerán sus predeterminaciones. Las herramientas son las palabras y los ayudantes los personajes, aparentemente ordenados como una compañía de la guardia civil a las órdenes de Tejero, afectada por el síndrome de la obediencia ciega. Luego veríamos cómo esas en apariencia herramientas inertes y esos ayudantes predeterminados tienen su propia lógica y en ocasiones no se prestan a las manipulaciones del escritor. Pero en principio, el escritor es un superpsiquiatra de sí mismo y del género humano, en cuanto transferencia de sí mismo. Ese papel de superpsiquiatra, el escritor lo ejerce tan en secreto, que ni él mismo lo sabe o quiere saberlo y cuando se topa con la imagen del psiquiatra siente que está no ante un competidor en el control de los demás, sino ante un competidor en el control de sí mismo. A veces algunos escritores van al psiquiatra, extremo que acepto si el escritor se siente insuficientemente comprendido por la otredad, pero que me parece puro vicio en el caso de escritores que han conseguido autoanalizarse y analizar a los demás con cierta fortuna y éxito, es decir, con una fortuna reconocida. Conservo desde una juvenil lectura de Jaspers una cierta prevención hacia la búsqueda de la genialidad traspasando la frontera de la locura y hay escritores que van al psiquiatra para enloquecer, no porque hayan enloquecido, en el más noble sentido del término.
Los psiquiatras suelen ser profesionales prepotentes que se pasan el día analizando la conducta de sus clientes, de sus amantes, de los camareros, de los guardias de tráfico agresivos, y sólo se desconciertan ante el inspector de hacienda, esa terrible imagen represora del estado moderno. Ya el viejo Freud les enseñó un camino a seguir en su relación con los literatos:
Imaginemos, por ejemplo, que en nuestras horas de ocio abrimos una novela alemana, inglesa o americana... Al cabo de unas páginas hallamos el primer comentario sobre el psicoanálisis y pronto otros más, aunque en el contexto general no parezcan ser necesarios. No se debe creer que es cuestión de aplicar la psicología a una mejor comprensión de los personajes del libro y de sus actos, aunque, por cierto, hay otras obras más serias en las que se hace un intento de este tipo. No, estos comentarios son en su mayoría observaciones graciosas del autor para lucir sus conocimientos y superioridad intelectual. Y tampoco nos formaremos siempre la opinión de que sabe en realidad de qué está hablando...
Este fragmento de Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis, fechadas entre 1932 y 1936, suministra muchísima información sobre el talante de herr Sigmund ante los literatos. Cuando el psicoanálisis es una moda intelectual, en los años veinte, en efecto se convirtió en una materia de especulación para diletantes y exhibicionistas intelectuales. No es la única alusión desdeñosa que Freud hizo a los aclaramientos de la literatura, convencido de que el escritor sólo practica la apropiación indebida y no abastece de nada al instrumento analítico de la nueva ciencia. Es más, el psicoanalista está en condiciones de realizar un psicoanálisis de la literatura, una descodificación psicoanalítica de cualquier producto literario y en cambio el escritor no puede hacer otra cosa que apropiarse de fragmentos de un saber o de algunos de sus términos.
Del esnobismo al sarcasmo, los escritores se han acercado al psicoanálisis con complejo de minoría étnica y los psiquiatras les han respondido con la prepotencia del brujo que más profundamente puede leerles, es decir, desvelarles, es decir, desnudarles. Y menos a los escritores masocas, que los hay, a los escritores normales un psiquiatra, de no ser un psicópata de la humildad, puede sacarnos de quicio y llevamos a una paranoia de persecución, que como muy bien descifró Freud, encubre erotomanía, delirio celotípico y delirio de grandeza. De esta pugna y de conflictos íntimos fruto de malestares físicos aún no del todo explícitos, nació mi necesidad de escribir El estrangulador, como el ajuste de cuentas del brujo literario al brujo poseedor de las claves de la conducta, se llame psiquiatra, psicólogo o psicoanalista, incluso se llame lacaniano, que es nominación y adjetivación a la vez.
Estas han sido, hasta ahora, las variantes de novela que yo he escrito. He intentado explicar y explicarme que partían de una serie de apriorismos teóricos, de vivencias reales sobre la literatura realmente existente, del patrimonio literario que yo puedo asumir en tan difícil época, modificado por mi propia escritura y por otras. […]