Introducción a Poemas del alquimista

Los Poemas del Alquimista son un intento quimérico de conquista del absoluto. Una forma y una fórmula personales de traducir esta ambición. Objetividad y subjetividad pretenden ser simultáneas. Los Poemas del Alquimista fueron concebidos en una época crucial de la vida del autor –sus veinte años– y de su país –1938–, en plena guerra civil. Nacieron bajo el fuego cruzado de dos lecturas apasionadas, en las cuales mi juventud vio una relación directísima: la de Ramón Llull y la de Rimbaud. Un gran alquimista medieval y un gran alquimista moderno; el uno iluminando al otro. Ciertas inclinaciones personales, ciertas simpatías espontáneas, como la de Baudelaire, adquirieron de pronto sentido y significación, y se proyectaban con posibilidad de futuro. Todavía hoy el autor no reniega ni abdica de lo que fue, en un principio, mera intuición.

 

Experimentar, compulsar, hacer combinaciones insólitas con los materiales que la vida ponía a mi disposición, me pareció la tarea que me era encomendada en aquellos momentos difíciles. Mi poesía tenía que ser un vasto laboratorio donde hallaran cabida las más inesperadas fórmulas expresivas y los materiales humanos más diversos, desde los más elevados hasta los más repulsivos. Veía en este gesto –refrendado por Rimbaud– una supervivencia y una reafirmación de la actitud central de Ramón Llull, y de la que sería luego la de Arnau de Vilanova. El genio de mi país, lo que había constituido su idiosincrasia, se me revelaba en aquel momento agónico, pidiendo sobrevivir en mí. Si yo en aquel trance llego a proclamar que la tarea que me era encomendada era tanta y tan alta, a buen seguro hubiera sido tildado de loco o de fachendoso. Tenía que avanzar pues cautelosamente, sigilosamente. Treinta años más tarde –durante los incómodos sesenta– todavía se me hubiera tachado de esotérico o de elitista, de desaprensivo y deshumanizado, sin darse cuenta nadie de que mi poesía era la más comprometida que había surgido en mi tierra, por adentrarse en las entrañas de la misma.

 

Porque lo cierto es que los Poemas del Alquimista han significado, desde su advenimiento, una afirmación descarada sobre cuál era el verdadero genio y el profundo avatar de Cataluña. Frente al Modernismo y al Novocentismo (Noucentisme), que son las dos corrientes estéticas y vitales que Cataluña ha adoptado desde su recuperación (Renaixença), éste libro, completado por una gran parte de la obra que le ha seguido (principalmen­te por los Cuadernos del Alquimista y Doble ensayo sobre Picasso), ha izado otra bandera, mucho más autónoma y autóctona, que es la de la alquimia.

 

El Modernismo coincidió con el despertar de la Cataluña moderna y no es de extrañar que el país se identificara con él. Se hubiera identificado con igual ímpetu y con idéntico afán con cualquier otro credo o movimiento que le hubiera fecundado en aquel momento, porque el país, huérfano, necesitaba darse una paternidad, como todo niño o muchacho la necesita. Ésta es, a mi modo de ver, la razón del auge del Modernismo en Cataluña.

 

En cuanto al Novocentismo, doctrina mucho más comedida, en la que es posible ver una forma plástica paralela a la escuela del juicio (el seny), creo que quedó agotado y desfasado por la misma desmesura de la guerra civil. Aquellos moldes elegantes ya no nos servían. Creo que no es un hecho nada casual que la primera intuición de esta nueva vía que propugno, la alquimia, naciera en mí durante los días trágicos de la guerra.

 

El libro me aparecía, por de pronto, como el lugar en el cual tenía que condensar todas las formas posibles de expresión poética: asonancias, consonancias, canciones, baladas, sonetos, poemas en prosa, epigramas, aires épicos, acentos líricos, intimismo, descripción objetiva, etcétera. Y me parecía tener, para llevarlo a cabo, un plazo de unas semanas, de unos meses a lo sumo.

 

Fue en el transcurso de la ejecución que los términos fueron transmudándose (primera alquimia) y que la tarea que yo había creído tan fácilmente hacedera, se me trocó en una labor de quince años. Pero esta transmutación temporal fue paralela a otra mucho más profunda, que constituye el segundo y más importante capítulo de esta alquimia. Los materiales que yo pretendía tener a mi disposición para llevar a cabo mi experiencia (las palabras, los metros, las rimas), resultaba que no eran servibles tal cual, sino cuando yo los extraía de mí mismo. Cuando había sufrido, anhelado, querido o meditado lo bastante para que adquirieran carta de naturaleza, cuando había pagado por ellos un precio que muchas veces era exorbitante.

 

Este ser de dolor –o de gozo– que escribía los poemas, era constantemente asediado o codeado por el ente primero, el que pretendía servirse de todos aquellos materiales para hacer sus experimentos. De lo cual se infiere un desdoblamiento constante a causa de estas dos posiciones, la subjetiva y la objetiva, centro y nexo de la actitud alquímica, que consiste en ser, a la vez, experimentador y experimento. El experimentador soy yo, qué duda cabe; pero el experimento también. Ergo, yo soy mi propio experimento.

 

Mi posición, o proposición, no sólo no secunda o comparte la postura de la escuela del juicio (del seny), sino que más bien le es antagónica. Hija de una tremenda convulsión histórica, esta pobre criatura mía había de tardar muchos años en ser reconocida como la legítima heredera de la Cataluña ancestral.

 

 

Los Poemas del Alquimista han sido escritos entre los años 1936 y 1950 inclusive. La primera edición, clandestina (aunque fechada en París), es de 1952. La segunda edición, pública ya, no había de aparecer hasta 1972, con algunas supresiones de la censura. Su acogida por las nuevas generaciones fue un signo alentador. En el momento en que escribo estas líneas, la tercera edición, completa y definitiva, está a punto de aparecer. El libro constará de unas ciento veinte composiciones.

 

Cuando Enrique Badosa me brindó la posibilidad de publicar, en edición bilingüe, una antología de los Poemas del Alquimista, no sospechaba las consecuencias que este encargo iba a tener para mí. Ante la tarea delicada de escoger un traductor, anduve vacilante durante un cierto tiempo. ¿En qué manos confiar este hijo de mis entrañas y de mis desvelos? Sin duda los poetas somos gente susceptible, y sin duda yo lo soy, como tal, en demasía. Quizá por saberme así, quizá por intuir los disgustos y los tropiezos que esta abnegada labor podía acarrearme en el caso de confiarla a otras manos, mi amiga Montserrat me persuadió que emprendiera la tarea yo mismo. ¡Cuál no fue mi sorpresa al darme cuenta de que los poemas acudían a mi llamada con más solicitud y más suerte de la que yo mismo esperaba! El problema de la traducción se me impuso, de pronto, en términos muy distintos a como se me había presentado hasta entonces. Traducirme a mí mismo no era lo mismo que traducir a otro poeta, por más compenetrado que con él me creyera. Mi campo de acción era mucho más holgado y a la vez más exigente. No me resignaba a perder ni un ápice del valor que pudiera tener el poema original, pero, por otra parte, podía acudir al personaje que escribió el poema –o al que a mí me parecía que lo había escrito– y, desde él, adentrándome en él, permitirme una interpretación –una libertad de movimientos–, que nunca me hubiera atrevido a tener con otro poeta. Me di cuenta, así, de que estaba procediendo a una nueva alquimia, sin duda la última que me sería permitida con mis poemas, porque, a fin de cuentas, se trataba de una trasmutación de valores de una lengua a otra, para obtener la cual, más que el diccionario o la gramática, me servían elementos imperceptibles, intuitivos, que me obligaban, muy a menudo, a recrear el poema. La recreación era, en este caso, la verdadera traducción, y no se me daba la una sin la otra. Sin duda este fenómeno es aplicable a toda auténtica traducción, pero en el caso de la mía, de la que yo era juez severo y parte comprometida, el fenómeno se convertía en el eje capital de la empresa. Para decir, en castellano, lo que yo sé que digo en mi original catalán, a veces necesitaba recurrir a una aparente infidelidad y, contra la razón razonante, mi intuición tenía, muy a menuda, la última palabra, la decisión final. Se trataba, sin duda, de traducir la poesía de mis poemas.

 

Los criterios para traducir suelen establecerse a nivel gramatical, a partir de las lenguas constituidas, con su andamiaje propio cada una de ellas. Sólo en la autotraducción el criterio puede establecerse a nivel de estado de conciencia y darse, como recurso, la percepción interna. Porque lo cierto es que la selección de los poemas, para empezar, no fue nunca realizada metódicamente, sino siguiendo mi propio impulso o estado de ánimo o de simpatía momentánea hacia un poema determinado. La selección, así, se acercaba también a la creación, se basaba en un fenómeno muy cercano al que llamamos inspiración. Como en el caso de ésta, unos poemas se daban y otros no, sin que yo supiera por qué. La intervención de la voluntad, en la selección de los poemas, no era nunca el factor determinante, sino más bien lo contrario. El poema acosado o asediado voluntariamente, acostumbraba a resistirse, a erizarse, y había que dejarlo.

 

Muchas veces el poema me obligaba a revivir la situación o el estado de ánimo que lo había engendrado, y era sobre todo a partir de este momento cuando la traducción era posible. No se trataba tanto de una vuelta hacia atrás, ni de una búsqueda del tiempo perdido, como de la actualización de un mensaje, de una vivencia. El poema es siempre puro acto, actualidad permanente, que puede descargarse de la manera más imprevisible en una conciencia. De ahí que la carga del poema sea por esencia revolucionaria, peligrosa para muchos, porque introduce un tiempo (que quizá se daba por muerto o liquidado) en otro tiempo.

 

A pesar de esta anarquía recreativa a la cual me he referido, el medio centenar de composiciones traducidas creo que refleja con bastante fidelidad lo que son, en su conjunto, los Poemas del Alquimista. Alguna de las piezas que yo considero mayores o esenciales se ha quedado en los limbos, por nacer. Pero son pocas cosas. Como sea que el conjunto de los cinco libros que integran los Poemas del Alquimista representan etapas bastante marcadas que corresponden, en líneas generales, a etapas vitales, desde la adolescencia (Aprendiz de poeta), hasta el declive y la muerte (Callejón sin salida), he dejado los poemas traducidos en el mismo orden en que se hallan en los libros, porque, en su conjunto, también describen la curva vital a la cual acabo de aludir; he introducido igualmente los títulos de los libros y de algunos de los apartados a los cuales los poemas pertenecen, como señalizaciones de un tráfico interior que facilitan su comprensión. Por la misma razón, alguna de las notas, brevísimas, que encabezan algunos de los apartados, me parece imprescindible (como la que precede Imitación de Rosselló-Pòrcel) para comprender el carácter marcadamente experimental o alquímico que preside su génesis.

 

He traducido también el epígrafe y la nota introductoria del libro, conceptualmente esenciales, así como las notas finales que hacen referencia a alguno de los poemas traducidos. Con ello, estas versiones castellanas de mis Poemas del Alquimista emprenden una nueva ruta, una nueva aventura.

 

Les Escaldes (Andorra), 3-4 de febrero de 1977.

 

 

PALAU i FABRE, Josep. 1979. “Introducción” en Poemas del Alquimista, Barcelona, Plaza & Janés, 9-16. [Antología de Enrique Badosa.]